LECTURA 6 "DOS AMIGAS" Qué pocas veces, en realidad, vive e interpreta el presente la persona entera Kathleen Raine I Qué pinta, madre mía. No desentonaban contra el fondo abigarrado, luminoso e inverosímil que delimitaba su contorno. Allí, en plena Carnaby street, el último reducto punk de Londres, en cuyas intrincadas callejuelas los turistas pacatos no solían aventurarse demasiado. Posaban abrazados debajo de horrendas pelucas de colores. Elena enseñaba una lengua procaz. Inma juntaba teatralmente los labios, regalando al fotógrafo un pegajoso beso. La foto la había sacado Andrew, un chico desgarbado y lleno de granos que sólo sabía hablar de sus dos pasiones: Shakespeare y los Sex Pistols. Viéndolas con esas trazas, nadie hubiera creído que, tan sólo un par de horas más tarde, entrarían con aire modoso en la biblioteca del Museo Británico y permanecerían allí hasta la hora de cerrar, explorando ficheros polvorientos y entrenándose con la recientemente instalada catalogación informática. O que horas antes hubieran recorrido todas las librerías de Charing Cross y llenado tres compartimentos en la consigna de la estación Victoria con los volúmenes adquiridos. Esa misma noche, sin un chelín en el bolsillo, ebrias de vida y de entusiasmo, tomarían el tren de vuelta al pequeño campus de la ciudad costera donde sus vidas participaban, como nunca antes y acaso nunca después, de una indescifrable plenitud. Inma roza con suavidad la superficie un tanto descolorida de la foto y los recuerdos la asaltan como si se refiriesen a hechos tan sólo ayer sucedidos. Arropada por la densa envoltura de la noche, vuelve a sentarse en las aulas-seminario en las que todos, alumnos y tutor, discutían apasionadamente sobre autores y conceptos de cuya existencia ni siquiera tenía noción meses antes; acude a las charlas de la cafetería o el pub, prolongadas a veces hasta altas horas de la madrugada, donde confraternizaban estudiantes de al menos una docena de nacionalidades distintas; se concentra en la redacción de los trabajos en la generosa biblioteca de letras o en la minúscula habitación de la residencia que ocupaba, dotada, eso sí, de una amplia ventana con vistas a los parterres de narcisos y los mansos montes distantes; recorren de nuevo sus pies, provistos de botas de goma para el barro, una campiña limpia y fragante, permanentemente velada por la lluvia y azotada por el viento, que se extendía alrededor del recinto académico; repasa con suave ironía sus devaneos con el escocés larguirucho, los de Elena con aquel noruego por cuyas venas fluía sangre italiana, panameña y libanesa; y ahuyenta, como siempre, el resquemor de una cierta tensión no explícita entre ellas, que les inhibió a la hora de prolongar el contacto una vez que aquel tiempo gozoso quedó atrás, prendido de cualquier sala desangelada -esto es, sin rastro de los ángeles que las acompañaron hasta casi el final del trayecto- del aeropuerto. Nada fue como debía haber sido después, concluye Inma, cuyo acervo intelectual y afectivo recién cosechado se dio de bruces, a la vuelta, con aulas masificadas e impersonales, profesores indiferentes, temarios desfasados y obtusos, exangües bibliotecas y compañeros de clase demasiado preocupados por el examen del lunes o el final de la teleserie de moda como para tomarse en serio sus ganas de compartir cuanto había recibido. Si acaso se le ocurría mencionar ante ellos su reverencia por la poesía de la generación beat, o su fascinación por la novela modernista -ninguno de estos dos asuntos era materia del examen del lunes-, la miraban como a un marciano o, todo lo más, una pedante que no se atenía a los apuntes y deambulaba por las escaleras de la facultad, medio alelada, con libros extraños entre las manos. Interrumpe sus cavilaciones para asomarse a la habitación de Edu, que la llama entre sueños. Lo besa y lo arropa con ternura. Se dirige después a su dormitorio y besa a Carlos, que duerme profundamente, derrotado por el cansancio y ajeno a la vigilia de su compañera. Siente que los labios de ambos retienen aún la humedad del encuentro protagonizado una hora antes. Es de noche cuando los cuerpos se brindan todas las caricias, todo el esmero que les hurta el día. Carlos trabaja en una de esas empresas que no concibe que sus empleados tengan vida familiar y que, inmisericorde, lo obliga a viajar a todos los puntos del país. Él, no obstante, vuelve a dormir a casa siempre que puede, aun a costa de recorrer todavía más kilómetros. No porque Inma se lo pida, sino porque siente que el mundo interior de ella, tan poderoso como impenetrable, acabará excluyéndole si no se hace presente con su voz, sus manos, su aquiescencia en las cosas compartidas sobre la almohada. Es una manera de decirle: estoy aquí, a pesar de todo, y sabe que su mensaje es comprendido y apreciado. Inma vive, en efecto, de puertas adentro la mayor parte del tiempo: hace las tareas de la casa, cuida de Edu y, en el escaso tiempo que le queda libre, lee, anota sus impresiones en viejas libretas y rastrea Internet a la busca de noticias, pensamientos, palabras no vicarias...algún aliento, por ínfimo que sea, que le devuelva el eco de otras vivencias. Otros escenarios donde aleteaba la sombra luminosa del crecimiento, el aprendizaje; arropada, además, por la presencia de seres con idéntico entusiasmo y respiración expectante. Antes de quedarse embarazada, trabajó en empresas de hostelería e intentó abrirse paso en el campo de la traducción, sin resultados lo suficientemente alentadores como para animarle a retomar los proyectos emprendidos tras el alumbramiento. Cualquier intento de usar sus conocimientos de idiomas con fines puramente instrumentales, terminaba volviéndose contra ella. La transportaba de nuevo al universo chato y encogido que había conocido en los estertores de la carrera, cuando decidió abandonar definitivamente las aulas y no salir de casa más que para acudir a los exámenes. Ahora que Edu está a punto de comenzar el colegio y, por lo tanto, pasará varias horas al día lejos de su madre, no sabe qué rumbo tomar, en qué emplear las horas sobrantes. No tiene amigas. No se imagina acudiendo, con otras madres, a clase de gimnasia o a ciclos de conferencias sobre asuntos variados. Nadie le satisface salvo el amor de Edu y Carlos y la rememoración constante, casi obsesiva, de aquellos días que bien podría calificar de malditos, puesto que ningún contento duradero le habían traído después. Todo lo contrario: le habían dejado un perenne regusto de anhelo interrumpido, de brote cercenado antes de alcanzar su sazón. Acaso porque ella misma había dado la espalda, sumida en una inercia que al cabo de los años adoptaba el traje insulso de la costumbre, al cúmulo de esperanzas, deseos y resoluciones que con tal frenesí se apoderasen entonces de su espíritu... Ahora sería feliz, quizá, cultivando tomates junto a Carlos en una casita al linde de un camino poco transitado, leyendo cuentos a su hijo y contando con un par de vecinos, no más, con quienes conversar de verdad, como entonces, traspasando la corteza de la exigua cortesía cívica que preside sus actuales intercambios verbales con allegados, comerciantes y otros personajes de su mínimo paisaje cotidiano. O viajando los tres por todo el mundo, en una destartalada caravana, haciendo acopio de impresiones en pos de la vida con mayúsculas, dueños de su itinerario entero y no de las migajas. Pero ahí está, atrapada en el cuarto que hace las veces de despacho, dando vueltas por enésima vez a unos viejos trabajos del seminario de teoría literaria o el de postestructuralismo, que más da, revolviendo fotos, clavando la mirada en esos ojos extraños, brillantes, ligeramente acuosos, ese brazo que la ciñe con firmeza por la cintura, preguntándose, como tantas veces, que habrá sido de ti, Elena... II Tampoco puede dormir. Es posible que intuya quién se está acordando de ella en estos momentos. Abre el armario del cuarto de baño y busca una aspirina o algo más fuerte, si no por la mañana estará hecha polvo, y le espera un día ajetreado: curso de doctorado hasta el mediodía, tren hacia Bilbao por la tarde, rumbo al congreso "La novela del siglo XXI en el contexto de la globalización". ¿Y qué sé yo de la globalización?, se pregunta con escepticismo. ¿Qué saben los demás? Anticipa descarnadamente la farsa que expertos actores escenificarán durante los próximos dos días: unos con voces engoladas e impostada sapiencia, otros serviles e hipócritamente modestos, a la caza del mérito correspondiente: Todos indiferentes a las intervenciones, a las opiniones de todos. Estómagos satisfechos, cátedras graníticas, vidas apacibles, cuando no inútilmente tediosas, apenas sacudidas por los acontecimientos que hacen girar el mundo. ¿Qué sabemos nosotros, remacha con un imperceptible movimiento de los labios, de la globalización? En los tiempos gloriosos en que recaló en Sussex, a pesar de que el principio y nexo de cualquier asunto era la literatura, se hablaba mucho de política, de sociedad de identidad, de construcción de futuro. Desconcertaba la superación o tergiversación del espíritu de los setenta, a la par que inquietaba la progresiva implantación de un neoconservadurismo disfrazado de liberalismo económico. Cómo suenan ahora estas palabrejas gastadas, advierte, que entonces se esgrimían con la reverencia que concede la inocencia. Recuerda cuando organizaban conciertos y actividades de protesta, por ejemplo, por la asfixia económica y política a la que se estaba sometiendo a los países por entonces llamados en vías de desarrollo. O cuando se convocaban debates acerca de cuestiones que estaban en la mente de todos: el sida, la energía nuclear, la cultura de masas, el feminismo, el apartheid. Cómo se organizaban lecturas y comentarios sobre Wole Soyinka, Harold Pinter, Doris Lessing, Henry Thoreau. Se difundían las obras de Susan Sontag y Noam Chomsky. Se traducía a los románticos, a las poetisas del último cuarto de siglo, a los clásicos, siempre tan lúcidos, tan dolorosamente actuales: Shakespeare, Chaucer... Elena sabe que aquello no fue un tiempo ni un espacio y que, por lo tanto, no valdría la pena volver a pisar sus salas enmoquetadas ni rastrear los pasos de los que entonces las habitaron. Fue simplemente un estado. Una conjunción de intereses. Una sinergia. Una mezcla de circunstancias que la alquimia del destino les habría brindado a ella, a Inma y a los demás por un plazo demasiado intenso como para ser apurado, demasiado corto como para ser asimilado. Se supo distinguida con una dosis de la pócima mágica, empero, lo suficientemente generosa como para tener sed el resto de su vida. A la vuelta e Inglaterra, todo había sucedido muy rápido: la beca, el doctorado, unas cuantas estancias puntuales en los Estados Unidos nada parecidas a la de Sussex, sepultada entre fondos bibliográficos y microfichas, paliando a ratos la sed que le asediaba, intelectual y sentimental, con compañías muy diferentes a las de los días felices. La extraña pulsión con que abocaba todo su tiempo y energía a la vida académica servía, de momento, para acallar otras. Al cabo, obtuvo la plaza de titular en una universidad de nueva creación, entre tantas que surgieron en muy pocos años en diversas ciudades de provincias. Desde entonces, apenas nada nuevo que reseñar. Lo que hubiera debido ser un principio, marcó un fin. Cada mañana se asoma a las aulas con un nudo en la garganta, como si sus amados y inconformistas autores le reprochasen, desde las solapas de los libros que acarrea bajo el brazo, que se haya procurado una estabilidad profesional a costa de arramblar con todo lo demás; sin darse la oportunidad de poner en práctica los ideales que con tanta vehemencia absorbiera de las páginas, las charlas, las vivencias a las que en otro tiempo se entregara sin condiciones. No se ve capaz, año y pico después de obtener la plaza, de arraigar en ese lugar nada proclive a las disquisiciones de cierto calado. Ni siquiera entre sus propios compañeros de departamento, en exceso ocupados en ponerse la zancadilla unos a otros. Vive sola, come sola, duerme sola. Las calles que recorre en muda desolación no le ofrecen estímulo alguno que le interese. A veces le asalta el deseo de salir corriendo: echarse la mochila al hombro y partir en busca de la verdadera poesía, dondequiera que se esté fraguando ahora, o salir al encuentro de Inma para contarle qué ha sido de ella desde que se dijeron adiós y cómo la echa de menos. Fui yo, recuerda con amargura, quien se mostró más fría en la despedida, cortando todo intento de prolongar, ya en tierra aunque en poblaciones distantes, una amistad que había quedado en suspenso, como todo lo referente a Sussex. Sin tiempo para ahondar y dirigirse, tal vez, hacia otros abismos menos estériles, más acordes con ese no se qué apenas vislumbrado, recién descubierto. Ese sería vivir, sentencia para sí. Acomodar vida y lenguaje, palabra y experiencia. Ser digna de lo que se dice, lo que se piensa...lo que se siente. Lo demás, lo de ahora, son sucedáneos, discursos vacíos. Se supone que vivíamos deprisa, pondera. Todo lo contrario: nunca habíamos avanzado tan despacio. Si no, hubiéramos reunido el valor para hacer lo que ya jamás haremos para permanecer a la altura de cuanto se nos había revelado. Tendida en la cama, a la espera de que la pastilla haga efecto y la sumerja en un sueño aletargante, repasa cada detalle de esa foto que guarda en su bolso, ajada y desvaída, y que se sabe de memoria. Vencida ya casi por el sopor, le sube a la garganta un grito sordo que se extingue antes de salir, pues nace muerto. Cuánto tiempo fuera de la vida, Inma, acierta a formular con esa voz sin voz. Qué habría sido de ti y de los otros. Que será de mí, y de ti, y de nosotras... 1