JANE EYRE, de Charlotte Brontë. Selección Cap. IV La mano de mi tía continuaba inmóvil sobre la costura. Sus ojos me contemplaban fríamente. -¿Tienes algo más que decir? -preguntó en un tono de voz más parecido al que se emplea para tratar con un adulto que al que es habitual para dirigirse a un niño. La expresión de sus ojos y el acento de su voz excitaron más aún mi aversión hacia ella. Temblando de pies a cabeza, presa de una ira incontenible, continué: -Me alegro de no tener que tratar más con usted. No volveré a llamarla tía en mi vida. Nunca vendré a verla cuando sea mayor, y si alguien me pregunta si la quiero, contestaré contándole lo mal que se ha portado conmigo y la crueldad con que me ha tratado. -¿Cómo te atreves a decir eso? -¿Qué cómo me atrevo? ¡Porque es verdad! Usted piensa que yo no siento ni padezco y que puedo vivir sin una pizca de cariño, pero no es así. Me acordaré hasta el día de mi muerte de la forma en que mandó que me encerrasen en el cuarto rojo, aunque yo le decía: «¡Tenga compasión, tía, perdóneme!», y lloraba y sufría infinitamente. Y me castigó usted porque su hijo me había pegado sin razón. Al que me pregunte le contaré esa historia tal como fue. La gente piensa que usted es buena, pero no es cierto. Es usted mala, tiene el corazón muy duro y es una mentirosa. ¡Usted sí que es mentirosa! Al acabar de pronunciar estas frases, mi alma comenzó a expandirse, exultante, sintiendo una extraña impresión de independencia, de triunfo. Era como si unas ligaduras invisibles que me sujetaran se hubieran roto proporcionándome una inesperada libertad. Y había causa para ello. Mi tía parecía anonadada, la costura se había deslizado de sus rodillas, sus manos pendían inertes y su faz se contraía como si estuviese a punto de llorar. -Estás equivocada, Jane. Pero ¿qué te pasa? ¿Cómo tiemblas así? ¿Quieres un poco de agua? -No, no quiero. -¿Deseas algo? Te aseguro que no te quiero mal. -No es verdad. Ha dicho usted a Mr. Brocklehurst que yo tenía mal carácter, que era mentirosa. Pero yo diré a todos en Lowood cómo es usted y lo que me ha hecho. -Tú no entiendes de estas cosas, Jane. A los niños hay que corregirles sus defectos. -¡Yo no tengo el defecto de mentir! -grité violentamente. -Vamos, Jane, cálmate. Anda, vete a tu cuarto y descansa un poco, queridita mía. -No quiero descansar, y además no es verdad que sea queridita suya. Mándeme pronto al colegio, porque no quiero vivir aquí. -Te enviaré pronto, en efecto -dijo en voz baja mi tía. Y, recogiendo su labor, salió de la estancia. Cap. X Todo el tiempo estuve paseando por mi cuarto. Al principio creí que sólo me hallaba triste por la pérdida de mi amiga. Pero al cabo de mis reflexiones llegué a otro descubrimiento, y era el de que, desaparecida Miss Temple y, con ella, la atmósfera de serenidad que la rodeaba y que yo asimilara, se esfumaban también todos los pensamientos y todas las inclinaciones que el contacto con ella me produjeran, y volvía a sentirme en mi elemento natural y a experimentar las antiguas emociones. Hasta entonces, mi mundo había estado reducido a las paredes de Lowood y mi experiencia se constreñía a la de sus reglas y sistemas. Más ahora recordaba que había otro mundo, y en él un amplio campo de esperanzas, sensaciones y goces para quien tuviera el valor de arrastrar sus peligros. Abrí la ventana y miré al exterior. Los dos cuerpos del edificio, el jardín, las colinas que lo dominaban... Mis ojos contemplaron las cumbres azules; aquellas alturas cubiertas de rocas y matorrales eran como los límites de un presidio, de un destierro... Imaginé la blanca carretera que, bordeando el flanco de una montaña, se desvanecía entre otras dos, en un desfiladero, y evoqué la lejana época en que yo siguiera aquel camino. Recordé el descenso entre las montañas: parecía que hubiera transcurrido un siglo desde que llegara a Lowood para no volver a salir de él. Mis vacaciones habían transcurrido siempre en el colegio. Mi tía no me llamó nunca a Gateshead, ni ella ni sus hijos me visitaron jamás. Yo no me comunicaba para nada con el mundo exterior. Reglas escolares, deberes escolares, costumbres escolares, voces, rostros, tipos, preferencias y antipatías dentro de la escuela: tal era lo que yo conocía del mundo. Y ahora sentía que esto no me bastaba, que estaba fatigada de la ruina de aquellos ocho años. Deseaba libertad, ansiaba la libertad y oré a Dios por conseguir la libertad. Necesitaba cambios, alicientes nuevos y, en conclusión, reconociendo lo difícil que era conseguir la libertad anhelada, rogué a Dios que, al menos, si había de continuar en servidumbre, me concediese una servidumbre distinta. En aquel momento, la campana llamó a cenar y yo descendí las escaleras. Cap. XII Sin duda habrá muchos que me censuren considerándome una perenne descontenta. Pero yo no podía evitarlo: era algo consustancial conmigo misma. Cuando sentía con mucha intensidad aquellas impresiones, mi único alivio consistía en subir al tercer piso, pasear a lo largo del pasillo y dejar que mi imaginación irguiese ante mí, en la soledad, un cuento maravilloso que nunca acababa: la narración, llena de color, fuego y sensaciones, de la existencia que yo deseaba vivir y no vivía. Es inútil aconsejar calma a los humanos cuando experimentan esa inquietud que yo experimentaba. Si necesitan acción y no la encuentran, ellos mismos la inventarán. Hay millones de seres condenados a una suerte menos agradable que la mía de aquella época, y esos millones viven en silenciosa protesta contra su destino. Nadie sabe cuántas rebeliones, aparte de las políticas, fermentan en los ánimos de las gentes. Se supone generalmente que las mujeres son más tranquilas, pero la realidad es que las mujeres sienten igual que los hombres, que necesitan ejercitar sus facultades y desarrollar sus esfuerzos como sus hermanos masculinos, aunque ellos piensen que deben vivir reducidas a preparar budines, tocar el piano, bordar y hacer punto, y critiquen o se burlen de las que aspiran a realizar o aprender más de lo acostumbrado en su sexo. Cap. XIX Volví a arrodillarme. No se inclinó hacia mí. Se limitó a mirarme, echándose hacia atrás en su silla, y comenzó a murmurar: -La llama, al reflejarse en sus ojos, los hace brillar como el rocío. Son dulces y están llenos de ternura. En sus claras pupilas, las impresiones se suceden a las impresiones. Cuando dejan de sonreír, se entristecen y pesa sobre ellos una inconsciente laxitud, hija de la melancolía derivada de su soledad. Ahora se separan de mí, incapaces de tolerar más escrutinios y parecen negar, con una mirada de burla, la verdad de los descubrimientos que yo acabo de hacer respeto a su sensibilidad y a su tristeza. Pero su orgullo y su reserva no hacen más que confirmarse en mi opinión. »En cuanto a la boca, le gusta a veces reír, para hacer sentir a los demás lo que su alma experimenta, aunque me parece muy reservada cuando se trata de ciertos sentimientos del corazón. »No veo obstáculos a que goce de una suerte feliz, sino en ese entrecejo, un entrecejo orgulloso, que parece querer decir: "Yo puedo vivir sola, si el respeto de mí misma y las circunstancias me obligaran a ello. No necesito vender mi alma a un comprador de felicidad. Poseo un escondido e innato tesoro que me bastará para vivir si he de prescindir de todo placer ajeno a mí misma, en el caso de que hubiese de pagar por la dicha un precio demasiado caro." En la frente se lee: "Mi razón es sólida y no permitirá a los sentimientos entregarse a sus desordenadas pasiones. Podrán las pasiones bramar y los deseos imaginar toda clase de cosas vanas, pero la sensatez dirá siempre la última palabra sobre el asunto y emitirá el voto decisivo en todas las determinaciones. Podrán producirse violentos huracanes, impetuosos temblores de tierra, ardorosas llamas, pero yo seguiré siempre los dictados de esa voz interior que interpreta los dictados de la conciencia." Cap. XXIV Salí con satisfacción del almacén, si bien para entrar en la joyería. Cuantas más cosas compraba, más me ruborizaba yo, sintiéndome humillada y a disgusto. Volví al coche contrariadísima. Entonces me acordé de la carta de mi tío John Eyre, olvidada en el torbellino de los sucesos de aquellos días, en la que anunciaba su propósito de adoptarme. «Sería mucho peor -medité- que yo tuviese cierta independencia. Me sería insoportable verme vestida siempre por Mr. Rochester como una muñeca, vivir como una segunda Dánae, bajo una lluvia de oro. En cuanto vuelva a casa escribiré a mi tío John diciéndole que voy a casarme y con quién. Si tengo la esperanza de proporcionar algún día a Rochester algún aumento de sus bienes, sobrellevaré mejor estas cosas.» Algo tranquilizada por mi propósito -que, no obstante, no debía aquel día llevar a la práctica-, miré a mi señor y enamorado. Le vi sonreír y me pareció que aquella sonrisa era la de un sultán en el agradable momento de cubrir de joyas y oro a una de sus esclavas. Cogí su mano, y mientras él estrechaba con fuerza la mía, le dije: -No me mire de ese modo. De lo contrario, no llevaré en lo sucesivo otras ropas que las que usaba en Lowood. Me casaré con este mismo vestidillo que llevo y usted podrá emplear para hacerse chalecos la tela que ha comprado. -¡Qué gracia me hace verte y oírte! -exclamó él-. ¡Qué original eres! ¡No cambiaría esta inglesita por todo el serrallo del Gran Turco, con sus ojos de gacela, sus formas de hurí y demás encantos! Esta alusión oriental me hirió de nuevo. Dije: -No hablemos de serrallos. Si usted me considerase como equivalente de una de esas hermosas de los harenes y me tomara en tal sentido, haría mejor en ir a adquirir esclavas en los bazares de Estambul. -¿Y qué harías tú mientras tanto? -Me prepararía para ser misionera e iría a predicar la abolición de la esclavitud, incluyendo la de las esclavas de su harén. Me introduciría en él y las amotinaría. Caería usted en nuestras manos y, por muy vigoroso que usted sea, no saldría de ellas hasta que hubiera devuelto a sus mujeres su albedrío, otorgándoles una constitución tan liberal como jamás déspota alguno haya concedido. Cap. XXVII »En una helada tarde de invierno avisté Thornfield Hall, el aborrecido lugar en que no esperaba hallar satisfacción ni placer algunos. En el camino de Hay vi una figurilla sentada. No presentí que iba a convertirse en árbitro de mi vida, para bien o para mal. No, no lo sabía cuando, al caer Mesrour, ella, gravemente, me ofreció su ayuda. ¡Qué infantilidad! Me pareció como si un jilguero hubiese aparecido a mis pies ofreciéndome llevarme en sus débiles alas. Sin embargo, aquella criatura insistió en su ofrecimiento, hablando con una especie de autoridad. Sin duda estaba escrito que yo recibiese ayuda de aquella mano, y la recibí. »Cuando me hube apoyado en su frágil hombro sentí una insólita impresión de alivio. Me agradó saber que aquel duendecillo no iba a desvanecerse bajo mi mano, sino que iría a mi propia casa. Te sentí volver aquella noche, aunque tú ignorases que pensaba en ti y espiaba tu regreso. Al día siguiente te estuve observando durante media hora mientras jugabas con Adèle en la galería. Recuerdo que hacía mal tiempo y no podíais salir al aire libre. Yo estaba en mi habitación con la puerta entornada, y te veía y oía. Noté, pequeña Jane, lo paciente y bondadosa que eras con Adèle. Cuando la niña se fue, quedaste en la galería y te vi contemplar por las ventanas la nieve que caía y escuchar el fragor del viento. Tenías una expresión soñadora, tus ojos brillaban y de todo tu aspecto trascendía una dulce excitación. Todo en ti revelaba que sentías cantar en tu interior las músicas de la juventud y de la esperanza... La voz de Mrs. Fairfax llamando a un criado te arrancó de tu meditación y ¡de qué modo sonreíste! Tu sonrisa parecía decir: "Mis sueños son muy bellos, pero es necesario que recuerde que no son reales. En mi alma hay un cielo corrido y un florido Edén, pero sé bien que en la realidad debo pisar un duro suelo y soportar el embate de las tempestades que me asaltan." Bajaste las escaleras y pediste a Mrs. Fairfax que te diera algo que hacer: las cuentas de la casa, o cosa parecida. Me disgusté que desaparecieras de ante mi vista. Cap. XXX Dentro de la casa también nos entendíamos en todo. Ambas habían leído mucho y sabían más que yo, pero yo las seguía con facilidad en el camino que ellas recorrieran antes. Devoraba los libros que me dejaban y comentaba con entusiasmo por las noches lo que había leído durante el día. En opiniones y pensamientos coincidíamos de un modo absoluto. Si en nuestro trío había alguna superior a las demás, era Diana. Físicamente, valía más que yo: era hermosa y fuerte y poseía un dinamismo que excitaba mi asombro. Yo podía hablar algo sobre un asunto, pero en cuanto agotaba mi primer ímpetu de elocuencia, me sentía cansada y sin saber qué decir. Entonces me sentaba en un escabel, apoyaba la cabeza en las rodillas de Diana y oía alternativamente, a ella y a Mary, profundizar y glosar el tema que yo apenas había desflorado. Diana me ofreció enseñarme el alemán. Me gustaba aprender con ella, y a ella no le placía menos instruirme. El resultado de aquella afinidad de nuestros temperamentos fue el afecto que se desarrolló entre nosotras. Descubrieron que yo sabía pintar e inmediatamente pusieron a mi disposición sus calas y útiles de dibujo. Les sorprendió y encantó encontrar que siquiera en un aspecto las superaba. Mary se sentaba a mi lado para verme trabajar y tomar lecciones, y se convirtió en una discípula inteligente, asidua y dócil. Así ocupadas y entretenidas, los días pasaban como minutos y las semanas como días. La intimidad que tan rápida y naturalmente brotó entre las jóvenes y yo, no se extendió a su hermano. Una de las razones de ello era que él estaba en casa relativamente poco, ya que solía dedicar su tiempo a visitar a sus feligreses pobres y enfermos. Cap. XXXI ¿Me sentía contenta, alegre durante las horas que pasé en aquella clase, desnuda y humilde? Si había de ser sincera conmigo misma, debía contestar que no. Me sentía muy sola y además -¡necia de mí!- me consideraba degradada, preguntándome si no había bajado un escalón, en vez de subirlo, en la escala de la vida social, al caer entre la ignorancia, la pobreza y la tosquedad que me rodeaban, pero hube de reconocer, al fin, que mis opiniones eran erróneas y que en realidad había ascendido un peldaño. Acaso, pasado algún tiempo, la satisfacción de ver progresar a mis discípulas, la alegría de verlas mejorar, sustituyesen mi disgusto por una sincera congratulación. La cuestión era ésta: ¿qué valía más, rendirme a la tentación, escuchar la voz de las pasiones, dejarme caer en una trampa de seda, dormirme sobre las flores que la cubrían, despertarme en un clima meridional, en una villa lujosa, vivir en Francia como amante de Rochester, delirar de amor -porque él me amaba, sí, como nadie más volvería a amarme, ya que el homenaje amoroso se rinde sólo a la belleza y a la gracia, y ningún otro hombre que él podría sentirse orgulloso de mí, que carecía de tales encantos- o...? Pero ¿qué decía? ¿Cabía comparar la ignominia de ser esclava favorita de un loco paraíso, en el Sur, y gozar una hora de fiebre amorosa para despertar a la realidad anegada en lágrimas de remordimiento, con ser maestra de aldea, honrada y libre, en un rincón de las montañas de Inglaterra? Sí: yo había hecho bien siguiendo los principios establecidos por la ley y apartando de mi paso las tentaciones. Dios me había llevado por el mejor camino y le di fervorosamente las gracias. Cap. XXXIII He aquí que mi suerte experimentaba un nuevo cambio. Es una agradable cosa, lector, pasar en un momento de la indigencia a la opulencia, pero, sin embargo, al recibir la noticia, no hay por qué saltar, gritar y enloquecer de alegría. La riqueza es un hecho concreto, práctico, desprovisto de aspectos ideales y, por tanto, la alegría que se experimenta alcanzándola debe ser del mismo género. Además, las expresiones herencia y testamento están íntimamente ligadas a las de funeral y muerte. Mi tío había muerto y yo que, desde que conocí su existencia, había acariciado la esperanza de verle algún día, debía renunciar a ello. Luego aquel dinero era sólo para mí, no para una familia venturosa y alegre. En fin: de todos modos era una gran suerte, yo podía alcanzar mi independencia, y este pensamiento me ensanchó el corazón. Cap. XXXIV John sonrió. No parecía del todo satisfecho. -Eso está muy bien por el momento -dijo-, pero hablando seriamente, creo que después mirarás un poco más alto y no te limitarás a ocuparte de esas cuestiones domésticas. -¡Son lo más agradable del mundo! -repuse. -No, Jane: este mundo no es lugar de placeres, ni hay por qué intentar convertirlo en tal; como no hay tampoco que entregarse a la molicie. -Al contrario; voy a entregarme a la actividad. -Por ahora está bien, Jane. Admito que están bien dos meses para gozar el encanto de tu nueva situación y del cariño de tus nuevos parientes. Pero después supongo que Moor House y Morton, y la compañía de mis hermanas, y la calma egoísta y la comodidad no te parecerán suficientes. Le miré con sorpresa. -John -dije-: ¿cómo puedes hablar así? Me sentiré tan satisfecha como una reina. ¿En qué cosa mejor puedo pensar? -En aprovechar la inteligencia que Dios te ha concedido y en que, si no la ejercitas como debes, te pedirá algún día estrecha cuenta. Te observo con mucho interés, Jane, y extraño el desmesurado interés que pones en los placeres vulgares del hogar. No te aferres tan tenazmente a las debilidades materiales. Reserva tu constancia y tu vehemencia para empresas más elevadas... ¿Entiendes, Jane? (…) «Soy capaz de hacer lo que él desea, lo reconozco -pensé-. Creo que mi vida, en el clima de la India, no sería larga. ¿Y entonces? Eso no le preocupaba a él. Cuando llegara mi hora, me exhortaría a aceptar, con calma y santidad, la voluntad de Dios. Eso es indudable. Yéndome de Inglaterra abandonaría un país que amo, pero vacío para mí, ya que Rochester no está en él, y aunque estuviera, nada variaría en mi vida. He de vivir sin Edward. Nada tan absurdo como esperar de día a día un imposible cambio de la situación que me permita reunirme con mi amado. Como John dice, debo buscarme otro interés y otra ocupación en la vida, y ¿hay alguna más digna que la que él me ofrece? ¿No es por sus nobles propósitos y sus sublimes consecuencias la más apropiada para llenar el vacío que dejan los afectos fracasados y las esperanzas rotas? Creo que debía decirle que sí y, sin embargo, temo... Al unirme a John, renuncio a la mitad de mí misma, a mi voluntad propia, y al ir a la India me condeno a una muerte prematura. Y ¿cómo se llenará el intervalo entre Inglaterra y la India y la tumba? ¡Me consta muy bien! La perspectiva es clara. Me constreñiré a complacer a John hasta que me duelan los huesos y los nervios me estallen, le complaceré hasta el máximo de sus esperanzas. Si me voy con él haré el sacrificio que desea, lo haré absolutamente, me ofreceré entera en aras de ese sacrificio. Él no me amará nunca, pero me aprobará. Yo le mostraré energías que no conoce, recursos que no sospecha. Sí: me cabe trabajar tanto como él lo haga. (…) Y contemplé sus hermosas y armónicas facciones, imponentes en su severidad, sus cejas imperativas, sus ojos brillantes y profundos, sin dulzura alguna, su alta y majestuosa figura, y me imaginé siendo su mujer. ¡No, nunca lo sería! Podía ser su ayudante, su camarada, cruzar el océano a su lado, seguirle a los países que baña el sol de Oriente, a los desiertos asiáticos, admirar y emular su valor, su devoción y su energía, considerarle como cristiano, no como hombre, sufrir el dominio de su personalidad, pero conservando libres mi corazón y mi cerebro, reservando en los rincones de mi alma un lugar sólo mío, al que nunca él tuviera acceso y cuyos sentimientos no pudiera reprimir bajo su austeridad. Pero ser su mujer, permanecer siempre a su lado, vivir siempre sometida, constreñida, esforzándome en apagar la llama que me devoraba, me sería insoportable. Cap. XXXV La casa estaba en silencio, porque todos, menos John y yo, debían de haberse acostado. La bujía se había extinguido y la luz de la luna inundaba la estancia. Yo oía los apresurados latidos de mi propio corazón. Súbitamente, experimenté una sensación extraña, que hizo temblar mi cuerpo de pies a cabeza. No fue precisamente como una descarga eléctrica, sino algo agudo, extraño, estimulante, que despertó mis sentidos cual si hasta entonces hubiesen permanecido aletargados. Permanecí con ojos y oídos atentos, sintiendo un temblor que penetraba mi carne hasta la médula. -¡Jane! ¿Qué has visto, qué has oído? -preguntó John. Yo no veía nada, pero percibí claramente una voz que murmuraba: -¡Jane, Jane, Jane! No oí más. -¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto? -balbucí. En vez de qué, debía haber preguntado dónde, porque ciertamente no sonaba ni en el cuarto, ni encima de mí. Y sin embargo era una voz, una voz inconfundible, una voz adorada, la voz de Edward Fairfax Rochester, hablando con una expresión de agonía y dolor infinitos, penetrantes, urgentes. -¡Voy! -grité-. ¡Espérame! ¡Voy, voy! Corría a la puerta y miré el pasillo: estaba en sombras. Salí al jardín: estaba vacío. -¿Dónde estás? -exclamé. Las montañas devolvieron el eco de mi pregunta y oí repetir: ¿Dónde estás? El viento silbaba entre los pinos y todo era en torno soledad y silencio. «¡Silencio, superstición! -dije para mí-. Aquí no hay engaño, no hay brujería, no hay milagro. Es el instinto lo que obra en mí.» Cap. XXXVII »Hace algunos días... -puedo concretar la fecha: fue la noche del lunes pasado- experimenté una extraña impresión. Yo, hasta entonces, al no hallarte, te daba por muerta. Esa noche, entre once y doce, retirado en mi alcoba, supliqué fervientemente a Dios que, si tal era su voluntad, me arrebatara pronto esta vida y me admitiese a la existencia del más allá, donde yo tenía la esperanza de reunirme contigo. »Estaba sentado junto a la ventana abierta. Me acariciaba la perfumada brisa nocturna y, aunque no veía las estrellas, por un vago y difuso resplandor adivinaba que brillaba la luna. ¡Te anhelé, Jane, te anhelé con toda mi alma y todo mi corazón! Y pregunté a Dios, con humildad y angustia, si no había sido ya bastante atormentado, desolado y afligido y si no podía disfrutar al fin otra vez de dicha y de paz. Reconocía merecer cuanto había sufrido, pero rogaba que no se me infligiesen más dolores. Y todos los sentimientos de mi corazón, del principio al fin, se condensaron en tres palabras: ¡Jane, Jane, Jane! -¿Las pronunció en voz alta? -Sí. Y si alguien hubiera escuchado, me habría juzgado loco por la frenética energía con que las pronuncié. -¿Y eso fue el lunes, hacia medianoche? -Sí, pero la hora no tiene importancia. Lo trascendental es lo que siguió. Me tomarás por un supersticioso y confieso que algo de ello llevo en la sangre, pero lo que te voy a relatar es absolutamente cierto. »Al exclamar: ¡Jane, Jane, Jane!, una voz, que no puedo decir de dónde procedía, pero que reconocí muy bien, dijo: «Voy, espérame. ¡Voy, voy!» Un momento después, el viento me trajo estas palabras: «¿Dónde estás?» »Procuraré explicarte la impresión que aquellas palabras me causaron, aunque es difícil pintar lo que sentí. Ferndean, como sabes, está situado en un espeso bosque donde los sonidos no producen ecos. Y el "¿Dónde estás?" me pareció dicho en un lugar rodeado de montañas y hasta oí el eco que lo repetía. Una brisa fresca acarició mi frente en aquellos instantes, y tuve la sensación de que Jane y yo nos hallábamos reunidos en aquel momento en algún lugar solitario, desolado. Y creo que, en efecto, nos reunimos en espíritu. Estoy seguro, Jane, de que, a aquella hora, mientras dormías, tu alma abandonó tu cuerpo para confortar la mía por un segundo.» La noche del lunes anterior, y a aquella hora, fue, lector, cuando 'yo percibí la misteriosa llamada a que respondí con las frases que él me repetía. Escuché el relato de Rochester, pero no correspondí con la narración de lo que yo había experimentado. Me pareció una coincidencia demasiado sobrenatural e inexplicable para comunicársela. Contarle lo que a mí me sucediera habría causado una impresión excesiva en su espíritu, demasiado inclinado entonces a lo sombrío y misterioso, y le hubiera llevado a profundizar más en pensamientos que no convenían a su estado de ánimo. Callé y guardé en mi corazón aquellos misterios.