www.puntodelectura.com BERNARDO ATXAGA Obabakoak Bernardo Atxaga (Asteasu, Gipuzkoa, 1951) se licenció en Ciencias Económicas y desem- peñó varios oficios hasta que, a comienzos de los ochenta, consagró su quehacer a la litera- tura. La brillantez de su tarea fue justamente reconocida cuando su libro Obabakoak (1989) recibió el Premio Euskadi, el Premio de la Crítica, el Prix Millepages y el Premio Nacional de Narra- tiva. La novela ha sido llevada al cine con el títu- lo Obaba. Le siguieron novelas como El hombre solo (1994), que obtuvo el Premio Nacional de la Crítica de narrativa en euskera, y Esos cielos (1996), y libros de poesía como Poemas & Hí- bridos, cuya versión italiana obtuvo el Premio Cesare Pavese 2003. Su obra ha sido traducida a veintisiete lenguas. La edición en euskera de El hijo del acordeonista ha recibido el Premio de la Crítica 2003.BernardoAtxaga es ya uno de los creadores de mayor hondura y originalidad en el panorama literario de este principio de siglo. www.atxaga.org BERNARDO ATXAGA Obabakoak Título: Obabakoak © 1988, Bernardo Atxaga © De la traducción: Bernardo Atxaga © Santillana Ediciones Generales, S. L. © De esta edición: febrero 2008, Punto de Lectura, S.L. Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España) www.puntodelectura.com ISBN: 978-84-663-2092-4 Depósito legal: B-2.642-2007 Impreso en España ­ Printed in Spain Diseño de portada: Pdl Diseño de colección: Punto de Lectura Impreso por Litografía Rosés, S.A. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. Infancias Esteban Werfell Encuadernados la mayoría en piel y severamente dis- puestos en las estanterías, los libros de Esteban Werfell llenaban casi por entero las cuatro paredes de la sala; eran diez o doce mil volúmenes que resumían dos vidas, la su- ya y la de su padre, y que formaban, además, un recinto cálido, una muralla que lo separaba del mundo y que lo protegía siempre que, como aquel día de febrero, se senta- ba a escribir. La mesa en que escribía --un viejo mueble de roble-- era también, al igual que muchos de los libros, un recuerdo paterno; la había hecho trasladar, siendo aún muy joven, desde el domicilio familiar de Obaba. Aquella muralla de papel, de páginas, de palabras, tenía sin embargo un resquicio; una ventana desde la que, mientras escribía, Esteban Werfell podía ver el cie- lo, y los sauces, y el estanque, y la caseta para los cisnes del parque principal de la ciudad. Sin romper su aisla- miento, aquella ventana se abría paso entre la oscuridad de los libros, y mitigaba esa otra oscuridad que, muchas veces, crea fantasmas en el corazón de los hombres que no han aprendido a vivir solos. Esteban Werfell contempló durante unos instan- tes el cielo nublado, entre blanco y gris, de aquel día de 9 febrero. Después, apartando la vista, abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó de allí un cuaderno de tapas duras que tenía numerado como el duodécimo, y que era, en todos los detalles, exactamente igual a los otros once cuadernos, ya escritos, de su diario per- sonal. Eran bonitos los cuadernos de tapas duras. Le gusta- ban. A menudo solía pensar que los estropeaba, que las historias o las reflexiones que acostumbraba guardar en ellos frustraban el buen destino que a todo cuaderno --al cuaderno de tapas duras, sobre todo-- le cabía tener. Quizá fuera excesivo pensar así acerca de algo co- mo los cuadernos. Probablemente. Pero no podía evi- tarlo, y menos cuando, como aquel día, se disponía a abrir uno nuevo. ¿Por qué pensaba siempre en lo que no deseaba pensar? Su padre le había dicho una vez: No me preocupa que tengas pájaros en la cabeza, lo que me preo- cupa es que siempre sean los mismos pájaros. Era verdad, pero nunca había sabido las razones que le impulsaban a ello. El impulso que empujaba a sus pájaros de siempre era, de todos modos, muy fuerte, y Esteban Werfell no pudo resistirse a la tentación de levantar los ojos hacia la estantería donde guardaba los once cuadernos ya escri- tos. Allí estaban, medio escondidas entre los tratados de Geografía, las páginas que daban fe de su vida; las que retenían los momentos hermosos, los hechos más im- portantes. Pero no se trataba de un tesoro. Ya no había ningún brillo en ellas. Releerlas era como mirar papeles manchados de ceniza; era sentir vergüenza, era ver que crecían sus deseos de dormir y de olvidar. 10 --Cuadernos de letra muerta --susurró para sí. La expresión tampoco era nueva. Pero no podía dejar que esa forma de pensar le apartara de la tarea para la que se había sentado ante la mesa, ni que, como tantas otras veces, lo llevara de un mal recuerdo a otro mal recuerdo, cada vez más abajo, hasta una tierra que, desde hacía mucho tiempo --desde su época de estudiante de Geografía--, él llamaba Cabo Desolación. Era ya un hombre maduro, sabía luchar contra sus propias fuerzas. Y lucharía, llenaría aquel nuevo cuaderno. Esteban Werfell cogió su pluma --que era de ma- dera, y que sólo utilizaba a la hora de redactar su dia- rio-- y la mojó en el tintero. 17 de febrero, de 1958, escribió. Su letra era bonita, era pulcra. Al otro lado de la ventana el cielo se había vuelto completamente gris, y una lluvia fina, invisible, oscure- cía la hiedra que cubría la caseta de los cisnes. Aquella vi- sión le hizo suspirar. Hubiera preferido otra clase de tiempo. No le gustaba que el parque estuviera vacío. Volvió a suspirar. Luego mojó la pluma y se inclinó ante el cuaderno. He regresado de Hamburgo --comenzó-- con el propósito de escribir un memorándum de mi vida. Pero no lo llevaré adelante de forma ordenada y exhaustiva, como podría hacerlo --quizá con toda la razón-- aquel que a sí mismo se tiene por espejo de una época o una sociedad. Desde luego, no es ése mi caso, y no será así como lo haga. Yo me limitaré 11 a contar lo que sucedió una tarde de hace mucho tiempo --de cuando yo tenía catorce años, para ser más exacto--, y las consecuencias que esa tarde tra- jo a mi vida, que fueron grandes. No es mucho, lo que cabe en unas cuantas horas, para un hombre que ya está en el otoño de su vida, pero es lo único que tengo para contar, lo único que merece la pena. Y es posible que no sea tan poco. Al fin y al cabo, soy un hombre que siempre se ha dedicado a la enseñanza, y ya se sabe que la tarima de las aulas propicia más el estreñimiento que la aventura. Se enderezó en la silla a esperar a que se secara la tinta. El día seguía gris, pero la lluvia era mucho más in- tensa que minutos antes, y su sonido, el sordo murmullo que producía al chocar contra la hierba, llegaba hasta la sala con claridad. Y también había un cambio en los alrededores del estanque: los cisnes estaban ahora fuera de su caseta, y batían sus alas con inusual violencia. Nunca había visto así a los cisnes. ¿Les gustaría mojarse? ¿O era la falta de espectadores lo que les alegraba? No lo sabía, pero tampoco merecía la pena perder el tiempo con preguntas tontas. Era mejor que lo utilizara para re- pasar lo que acababa de escribir. Jamás conseguía un buen comienzo. Las palabras se negaban a expresar fielmente lo que se les pedía, como si fueran perezosas, o como si no tuvieran fuerza suficien- te para hacerlo. Su padre solía decir: Nuestro pensamien- to es arena, y cuando intentamos recoger un puñado de ese pensamiento, la mayor parte de los granos se nos escurren en- tre los dedos. Y era verdad. Por ejemplo, él anunciaba un 12 memorándum, y hubiera sido más exacto hablar de re- flexión, porque eso era justamente lo que quería hacer: partir de lo sucedido en una tarde de su adolescencia y extraer de ello una buena reflexión. Y no era ése el único paso en falso, había más. Podía tachar lo escrito y empezar de nuevo, pero no quería. Iba contra sus reglas. Le gustaba que las páginas estuvieran inmaculadas, lo mismo las suyas que las de los demás, y se sentía orgulloso de que, por su pulcritud, sus alumnos le apodaran con el nombre de un conocido ja- bón. Además, ¿para qué preocuparse en buscar un buen comienzo? También en el segundo intento cometería errores. Siempre habría errores. Valía más que continua- ra adelante, precisando, corrigiendo poco a poco su mal comienzo. Volvió a mirar hacia el parque. Ya no había cisnes en el estanque, se habían refugiado todos en la caseta. No, tampoco a ellos les gustaba la lluvia de febrero. De todas maneras --continuó--, la pretensión de entresacar los momentos especiales de nuestra vida puede ser un grave error. Es posible que la vida sólo pueda ser juzgada en su totalidad, in extenso, y no a trozos, no tomando un día y quitando otro, no separando los años como las piezas de un rompeca- bezas para acabar diciendo que tal fue muy bueno y tal muy malo. Y es que todo lo que vive, vive como un río. Sin cortes, sin paradas. Pero, siendo eso verdad, también es innega- ble la tendencia de nuestra memoria, que es casi la contraria. Como a todo buen testigo, a la memoria 13 le agrada lo concreto, le agrada seleccionar. Por compararla con algo, yo diría que actúa como un ojo. Nunca, en cambio, como lo haría un contable especializado en inventarios. Por ejemplo, yo puedo ver ahora la caseta de los cisnes del parque, cubierta de hiedra desde el suelo hasta lo alto del tejado, oscura de por sí y más oscura aún en días de lluvia como el de hoy; puedo verla, pero, en rigor, nunca la veo. Cada vez que levanto la vista, mi mirada se desliza sobre el monótono color verde o ne- gro de las hojas, y no se detiene hasta que encuentra la mancha rojiza que hay en una de las esquinas del teja- do. Ni siquiera sé lo que es. Quizá sea un trozo de pa- pel; o una prímula que ha querido brotar allí; o una te- ja que la hiedra ha dejado al descubierto. De cualquier manera, a mis ojos les da igual. Abandonando la oscu- ridad, buscan siempre ese punto de luz. Esteban Werfell levantó la vista hacia la mancha rojiza. Pero tampoco aquella observación le sacó de dudas. Lo mis- mo podía ser una prímula que un trozo de papel o de teja. Pero, después de todo, el detalle no importaba. Más impor- taba lo que acababa de escribir acerca de la memoria. Decir que a la memoria le agradaba lo concreto resultaba impreci- so. No era cuestión de gusto, sino de necesidad. De esa manera actúa el ojo --siguió-- y tam- bién, si mi idea es correcta, la memoria misma. Ol- vida los días corrientes; busca, en cambio, la luz, los días señalados, los momentos intensos; busca, como en mi caso, una remota tarde de mi vida. 14 Pero ya es suficiente. Es hora de que comience con el relato propiamente dicho. Esteban Werfell se sintió aliviado después de rema- tar con un trazo aquella primera página de su cuaderno. Ya estaba, ya había perfilado la introducción de lo que quería contar. No sabía a ciencia cierta por qué actuaba de ese modo, con tantos rodeos y demoras, pero era algo muy propio de él, siempre había sido así. Nunca escribía o hablaba directamente, nunca se relacionaba francamen- te con la gente que le rodeaba. Después de tantos años, aceptaba aquella falla de su carácter, su timidez, su co- bardía; pero aún le dolían las oportunidades que había perdido por ello. En su vida, todo había sido silencio, pa- sividad, retiro. Pero volvía a desviarse. Ahora no se trataba de su for- ma de vivir, sino de su forma de redactar, y tan poca trascen- dencia tenía el que diera rodeos como el que no los diera. Nadie leería jamás su diario íntimo. Por mucho que a veces fantaseara imaginándose un lector --en aquella misma me- sa, después de su muerte-- examinando sus cuadernos, no lograba creérselo. No, no habría lector alguno. Era un poco ridículo preocuparse tanto por el estilo. Miró hacia el parque a la vez que mojaba la pluma en el tintero. Sin los paseantes de costumbre, bajo la llu- via, los alrededores del estanque parecían más solitarios que nunca. Los arroyuelos surgidos entre la hierba se ri- zaban al pasar por encima de las piedrecillas. Hic incipit --escribió--, aquí comienza la his- toria de la tarde en que, por primera vez en mi vida, 15 fui llevado a la iglesia. Tenía entonces catorce años, y vivía con mi padre en un lugar llamado Obaba. Era domingo, y yo había quedado en reunirme con varios compañeros de la escuela para ir al cine que, a unos cinco kilómetros de Obaba, habían construido junto al ferrocarril. Pero, rompiendo por primera vez las reglas que guiaban nuestra rela- ción, mis compañeros decidieron presentarse en ca- sa mucho antes de la hora convenida para, en cuan- to les hube abierto la puerta, hacerme la petición que yo menos podía esperar. --Por favor --me dijeron--, acompáñanos a la iglesia, ven con nosotros a cantar los salmos de esta tarde. Di al ingeniero Werfell que te deje, dile que para ir a cantar salmos no hace falta tener fe. Era raro que actuaran así. Con tanto atrevi- miento, quiero decir. Y la palabra atrevimiento está bien empleada en esta ocasión, ya que el hacer vi- sitas --en tanto que suponía ver una casa ajena por dentro-- tenía, en Obaba, la consideración de una mala costumbre; algo parecido al girarse ha- cia una persona que se está desnudando. Además, mi padre era extranjero, un extraño, un enemigo, y todo el mundo sabía lo mucho que odiaba la Iglesia y la religión. Viéndolo desde ahora, no me cabe duda de que fue el canónigo de Obaba --un hombre de Loyo- la-- quien alentó aquella propuesta. Desde su punto de vista, yo debía de ser un alma en peligro; un niño que, al faltarle la madre --ella había muerto al nacer yo--, se hallaba a la completa merced de un hombre 16 odioso, de un hombre que no dudaría en arrastrar a su hijo hacia el abismo en que él mismo vivía. El canónigo debió de pensar que no había mejor mane- ra de atraerme que la de valerse de la amistad que yo tenía con mis compañeros de escuela. El odio entre el canónigo y mi padre no era, por decirlo así, exclusivamente intelectual. Tenía que ver con algo más que con la actitud iconoclas- ta que el ingeniero Werfell había adoptado nada más encargarse de la dirección de las minas de Oba- ba. Y ese algo más era mi existencia. Para decirlo con palabras que un día escuché al maestro de la es- cuela, yo no era el fruto legítimo de un matrimonio. Y no lo era por la sencilla razón de que mis padres se habían unido libremente, sin pasar por la iglesia; algo que, en aquella época y en aquel lugar, resulta- ba inadmisible. Pero ésta es otra historia, y no tiene cabida en este cuaderno. El parque seguía tan solitario como antes, y los ár- boles, ajenos aún a la proximidad de la primavera, pre- sentaban un aspecto cansino. Y tampoco los cisnes da- ban señales de vida. Apartó los ojos de la ventana y releyó lo escrito. No, la historia de sus padres no tenía cabida en aquel cuaderno. Quizá en el siguiente, en el decimotercero. Sería, sobre todo, la historia de una mujer joven que de- cide vivir con un extranjero y que es, por ello, calumnia- da y condenada al ostracismo. Tu madre se acostaba con cualquiera. Tu madre no utilizaba ropa interior. Tu madre murió joven por todas las cosas malas que hizo. 17 Las frases oídas durante los recreos de la escuela de Obaba aún le hacían sufrir. Ignoraba si escribiría o no aquel decimotercer cuaderno; pero, si lo hacía, iba a re- sultarle muy doloroso. De cualquier modo, eso quedaba para después. Lo que ahora tenía entre manos era la his- toria que se había traído del viaje a Hamburgo. Esteban Werfell se inclinó sobre la mesa. La ines- perada visita de sus compañeros de escuela volvió a ocu- par su imaginación. Al ver lo mucho que me sorprendían sus pala- bras, mis compañeros --sin citar para nada al canó- nigo-- argumentaron su propuesta de una forma bastante burda. Según ellos, no estaba bien que, lle- gando el domingo, anduviéramos por separado. Lo único que se conseguía de esa forma era perder tiempo, pues había veces en que ellos terminaban sus cantos diez o quince minutos antes de lo nor- mal, minutos que eran preciosos cara a no llegar tarde al cine, pero que, al cabo, nunca se aprovecha- ban; por mi culpa, claro, porque yo era su amigo y no les quedaba otro remedio que esperarme. --Siempre llegamos después de comenzada la película --resumió uno de ellos--, y a mí me pare- ce que es una tontería hacer cinco kilómetros en bi- cicleta para luego no enterarnos de nada. Es mucho mejor que andemos todos juntos. El argumento era, como ya he dicho, bastante burdo, ya que lo normal era que la ceremonia se alargara y no lo contrario. Sin embargo, no les con- tradije. En el fondo, yo deseaba entrar en la iglesia. 18 Y no sólo por ser un lugar prohibido para mí --y por lo tanto deseable--, sino también por la necesidad que sentía de ser un joven normal, un joven más. Yo era, junto con mi padre, la única persona de Obaba que jamás había pisado aquel edificio, y claro, sólo tenía catorce años, no me gustaba que me señalaran con el dedo. La propuesta era, pues, favorable a mis deseos, y no discutí lo que me decían. Me limité a señalar- les la puerta de la biblioteca. Allí estaba mi padre. A él era a quien tenían que pedir el permiso. No, yo no me atrevía, mejor que se lo pidieran ellos. Sin embargo, yo no esperaba su consentimiento. Me parecía que mi padre les despediría con un grito, que no iba a actuar --precisamente aquel domin- go-- en contra de unos principios que había pro- pugnado toda su vida. --Si quiere ir que vaya --escuché entonces. Primero me sorprendí, y luego me asusté; fue como si todos los cristales de la ventana se hubiesen roto de golpe. ¿Por qué decía que sí? Ni siquiera conse- guía imaginarlo. Un cisne graznaba a la puerta de su caseta, desafo- radamente, y parecía recriminar a la lluvia. No paraba de llover. Aplastaba la hierba y formaba charcos cada vez más profundos. Pronto, todo el parque se convertiría en una balsa. Esteban Werfell juntó sus manos sobre el cuaderno. No, con catorce años no podía comprender a su padre, porque, por esa época, aún no lo veía con sus propios 19 ojos, sino con los ojos de los demás; con los de aquellos que, como luego pudo darse cuenta, eran enemigos de- clarados del ingeniero Werfell. En Obaba decían que era un hombre orgulloso e intratable; y eso mismo pensaba él. Decían --se lo dijo una niña que jugaba con él en la plaza-- que era tan cruel que trataba a latigazos a los obreros de la mina; y él sonreía, movía su cabeza afirma- tivamente. Y, en realidad, aceptaba aquella imagen por- que carecía de cualquier otra. ¿Qué era su padre? Pues solamente eso, su padre. ¿Y además de eso? Pues además de eso, nada. Bueno, sí, un ingeniero de minas. Pero aquella época había pasado. Ya no era un ado- lescente poco comprensivo, sino un hombre maduro. Creía comprender la razón por la que el ingeniero Wer- fell había aceptado la propuesta de sus compañeros. --Cansancio --suspiró. Le empezaba a gustar la lluvia. Le ayudaba a recordar. Efectivamente, el ingeniero Werfell estaba cansado, arrepentido de haber dejado su ciudad natal, Hamburgo, para trasladarse a un lugar donde sus ideas resultaban ridí- culas. Al principio, soñaba con volver. Volveremos, Esteban, y tú estudiarás en la misma universidad en que estudié yo. Era la frase que más veces le había oído de niño. Pero pronto comenzarían las malas noticias. Un día era la mina, que cerraba; otro eran los valores adquiridos en la Bolsa, que quebraban dejándole casi sin fortuna; otro más era la carta de Theodor Steiner, su mejor ami- go, quien le escribía para decirle que la asociación a la que ambos pertenecían --el Club Eichendorff-- había sido prohibida en Alemania; que sus ideas también eran perseguidas en la tierra donde había nacido. 20 Para la época en que Esteban tenía catorce años, ya había desistido. Moriría en Obaba, nunca volvería a Ale- mania. Su hijo no estudiaría en una universidad alemana. Así pues, era lógico que en esa situación no tuviera fuer- zas para seguir luchando por su formación. ¿Qué más daba? Si quiere ir que vaya. De cualquier manera, la bata- lla estaba perdida. El cisne que estaba junto a la puerta de la caseta volvió a graznar, consiguiendo esta vez que todos los que permanecían dentro lo imitaran. La algarabía le distrajo de sus recuerdos. --¡Cuándo callarán! --gritó. ¿Por qué era tan orgulloso?, se preguntó a conti- nuación. No quería perder el hilo que en ese momento le unía a su padre. De haber sido más humilde, el ingeniero Werfell hubiera aceptado mejor la vida de Obaba. Y de haber si- do más inteligente, también. En definitiva, eso era la in- teligencia, la capacidad de adaptarse a cualquier situa- ción. El que aprendía a adaptarse jamás bajaba a los infiernos. Por el contrario, alcanzaba la felicidad. ¿De qué le habían servido a su padre los libros, las lecturas, las ideas? Sólo para acabar derrotado. Sólo los mezquinos se adaptan a la vida, solía decir su padre. Pero ya no esta- ba de acuerdo con él. Ni tampoco estaba de acuerdo con la vieja máxima que unía saber y sufrimiento, con aquello de que cuanto más sabe el hombre, más sufre. Tal como se lo decía a sus alumnos, esa mala conse- cuencia sólo podía darse en el primer peldaño del saber. En los siguientes, era obligado triunfar sobre el sufri- miento. 21 Los cisnes parecían calmados. Esteban Werfell mo- jó su pluma en el tintero y extendió su pulcra letra sobre la parte superior de una nueva página. Estaba decidido a incorporar sus reflexiones al cuaderno. Incluso en las situaciones más difíciles hay un momento en el que dejar de luchar se convierte en algo deseable y placentero. Así por ejemplo, un náufrago siempre acaba reconciliándose con el mar; aun aquel que, después de haberse desangrado in- tentando salvar su barco, ha desafiado a las olas du- rante toda una noche, bajo las estrellas, rodeado de peces, en completa soledad. No importa lo que ha- ya hecho, ni su apego a la vida: el final es siempre dulce. Ve que no puede más, que nadie llega, que no divisa ninguna costa; y entonces acepta, descan- sa, se entrega al mar como un niño que sólo quiere dormir. Pero mi padre era demasiado orgulloso. Había naufragado, sí, y no le quedaba otro remedio que doblegarse; pero no lo aceptaba, no deseaba el pla- cer último de la derrota. Respondió con brusque- dad: «Si quiere ir que vaya», y se encerró en su bi- blioteca, el único sitio de Obaba que le gustaba. Cuando llamé para pedirle el dinero para el cine, no me respondió. Se limitó a deslizar una moneda por debajo de la puerta. No sé, ahora me arrepiento de la alegría que mostraba en aquel momento. En cuanto conseguí el dinero salimos todos en tropel, empujándonos unos a otros igual que cuando el maestro nos daba permiso para el recreo. Después, 22 a pie y con las bicicletas cogidas por el manillar, emprendimos la subida de la cuesta que en Obaba llamaban de los canónigos. Era un día desapacible de primavera, con chu- bascos casi continuos y rachas de viento, y las cune- tas del camino rebosaban de agua. En los trechos donde se habían desbordado, las flores de manzano arrastradas por la corriente cubrían casi todo el sue- lo. Nosotros las pisábamos al pasar, y era como si pisáramos alfombras blancas. Caminábamos con energía, empujando las bi- cicletas que, como dijo uno de mis compañeros, Andrés, pesaban más cuesta arriba. Al final del ca- mino, en lo más alto de la colina, se imponía la pun- tiaguda torre de la iglesia. Había alegría en nuestro grupo. Reíamos por cualquier cosa, y jugábamos a comparar los diferen- tes sonidos que hacían los timbres de nuestras bici- cletas. «¿Estás contento, Esteban?», y yo les decía que sí, que aquello era un acontecimiento para mí, que tenía mucha curiosidad. «¿Y nervioso? ¿No estás nervioso?», y yo les decía que no. Pero sí lo estaba, y cada vez más. El momento se aproxima- ba. Como hubiera dicho mi padre, pronto estaría en la Otra Parte. Un instante después, entraba en la iglesia por primera vez. La puerta era pesada y muy grande, y tuve que empujarla con todo el peso de mi cuerpo. --Antes de entrar tienes que hacer la señal de la cruz --me dijo Andrés. Le respondí que no sabía. 23 Entonces mojó mis dedos con los suyos y dirigió los movimientos de mi mano. --¡Qué sitio más oscuro! --exclamé nada más entrar. El contraste entre la luminosidad de fuera y la penumbra del interior me cegaba. No distinguía nada, ni siquiera el pasillo central que tenía delante. --No hables tan alto --me pidieron los com- pañeros al tiempo que me adelantaban. Lejos de mí, donde yo me figuraba el final del pasillo, ardía una gran vela. Era el único punto de luz de todo el edificio. Di unos cuantos pasos en aquella dirección, pero volví a detenerme. No sabía hacia dónde tenía que ir, y mis compañeros parecían haber desaparecido. Mis ojos seguían fijos en la llama del otro lado del pasillo pero, poco a poco, iba viendo más cosas. Reparé en las vidrieras, que eran azules, y en los re- flejos dorados que salían de una columna cercana a la gran vela. Con todo, no me atrevía a moverme. --No tengas miedo, Esteban. Soy yo --escu- ché entonces detrás de mí, y a pesar de la adverten- cia sufrí un sobresalto. Antes de que tuviera tiempo de nada, un brazo largo y huesudo me rodeó por el cuello. Era el ca- nónigo. --Vamos, Esteban. No tengas miedo --repitió acercando su cara a la mía. El olor de sus ropas me resultaba muy extraño. --La llama de esa vela no se apaga nunca, Es- teban --me susurró señalando hacia delante con la mano que le quedaba libre--. Cuando nos toca 24 encender una nueva, siempre lo hacemos con el úl- timo fuego de la anterior. Piensa en lo que significa eso, Esteban. ¿Qué crees que significa? Yo estaba demasiado asustado para poder pen- sar, y sentía vergüenza cada vez que el canónigo pronunciaba mi nombre. Me quedé callado. --Significa --comenzó él-- que esa luz que no- sotros estamos viendo ahora es la misma que vieron nuestros abuelos, y también los abuelos de nuestros abuelos; que es la misma luz que contemplaron todos nuestros antepasados. Desde hace cientos de años, esta casa nos une a todos, a los que vivimos ahora y a los que vivieron antes. Eso es la Iglesia, Esteban, una comunidad por encima del tiempo. Era claro que el argumento no se acomodaba a las circunstancias de mi vida. La Iglesia no sólo unía, también separaba; el que yo estuviera allí era un ejemplo de ello. Sin embargo, no contradije al canónigo. En realidad, me sentía humillado, como si mi exclusión de aquella comunidad hubiera sido un defecto o una mancha. Un sudor frío me cubrió toda la piel. Sonriendo, el canónigo me indicó que faltaban bastantes minutos hasta el comienzo de la ceremo- nia, que los aprovechara para ver el altar y todas las demás partes del edificio. Y, dejándome solo, se ale- jó hacia una puerta lateral que conducía al coro. Es- cuché el frufrú de sus ropas incluso después de que hubiera desaparecido de mi vista. A menudo creemos que las cosas son de por sí grandes o de por sí pequeñas, y no nos damos cuenta 25 de que lo que llamamos tamaño no es sino una rela- ción entre las cosas. Pero se trata justamente de eso, de una relación, y por eso puedo decir ahora que, propiamente hablando, jamás he vuelto a ver un lugar más grande que la iglesia de Obaba. Era cien veces mayor que la escuela, mil veces mayor que mi habitación. Además, la penumbra borraba los lími- tes de los muros y de las columnas, y alejaba los me- dallones y los nervios del techo. Todo parecía más grande de lo que en realidad era. En uno de los libros ilustrados que por enton- ces leía se contaban las aventuras de una expedición que había quedado atrapada dentro de una montaña hueca, y yo asocié las ilustraciones de aquel libro con el lugar que estaba viendo. Por su aspecto, des- de luego, pero también por la asfixia que, tal como les sucedía a los personajes de la historia, yo co- menzaba a sentir. Seguía recorriendo el pasillo, pe- ro tenía la impresión de que me ahogaría antes de alcanzar la llama del altar. Vi entonces que una an- ciana vestida de negro llegaba hasta el fondo del al- tar y alzaba una palanca. Inmediatamente, toda la iglesia se iluminó. El cambio me hizo bien, y comencé a respirar mejor. No es una montaña vacía por dentro, pensé aliviado. Es más bien un teatro como los que mi pa- dre conoció en Hamburgo, un edificio de esos en los que se canta ópera. La mayoría de los recuerdos que tenía mi pa- dre giraban en torno al teatro, y yo me sabía de me- moria los argumentos y coreografías de las obras 26 que él había visto en la Ópera de Buschstrasse o en el Schauspielhaus, así como muchas anécdotas de actores o actrices de la época. La comparación en- tre lo que había imaginado hablando con mi padre y lo que veía me pareció ineludible. Sí, la iglesia era un teatro. Con un gran escenario central, con imá- genes de hombres barbudos, con sillas y bancos pa- ra el público. Y todo era dorado, todo brillaba. Una nota musical, grave, casi temblorosa, re- corrió toda la iglesia, y al girar la cabeza hacia el co- ro vi a unas veinte mujeres arrodilladas en sus sillas. Movían sus labios y me miraban fijamente. Bajo la presión de aquellas miradas, corrí hacia la puerta que había utilizado el canónigo. Un ins- tante después, subía de dos en dos las escaleras que me llevarían donde mis compañeros. Cansado, Esteban Werfell dejó la pluma sobre la mesa y levantó la vista hacia la ventana, pero sin ver na- da concreto, sin siquiera darse cuenta de la algarabía de los cisnes del estanque. Uno de sus pájaros acababa de cru- zar por su mente, interrumpiéndole, obligándole a pen- sar en el sentido de aquel duodécimo cuaderno. ¿De qué servía recordar?, ¿no era mejor dejar el pasado como es- taba, sin removerlo? «Sólo a los jóvenes les gusta recordar», pensó. Pero cuando ellos hablaban del pasado, hablaban en realidad del futuro, de los miedos y deseos que tenían respecto a ese futuro, de lo que le pedían a la vida. Además, nunca lo hacían en solitario, como él. No entendía bien su afán por recordar. Quizá fuera una mala señal. Señal de que 27 todo había terminado por completo, de que ya no quería vivir más. Sacudió su cabeza como para ahuyentar sus pensa- mientos, y reparó, por fin, en lo que sucedía al otro lado de la ventana. Alguien que, refugiándose de la lluvia, se había situado a un lado de la caseta, echaba migas de pan al estanque, y los cisnes nadaban de un lado a otro chi- llando como locos. «Hoy no ha habido paseantes, ten- drán hambre», pensó. «Volvamos al coro», se dijo luego. Nada más entrar yo en el coro, el canónigo se levantó de la banqueta del órgano donde estaba sentado y extendió los brazos hacia delante. --El pequeño Werfell está al fin entre noso- tros. Alegrémonos todos y demos gracias por ello --dijo con voz casi dulce. Enlazando sus manos se puso a rezar en alto, y todos mis compañeros le siguieron. --Bienvenido, Esteban. De ahora en adelante pertenecerás a nuestra comunidad, serás uno de los elegidos --me aseguró después. Mis compañeros me miraban como si nunca antes me hubieran visto. Andrés era el encargado de repartir los libros de cánticos. A mí me entregó un ejemplar casi nuevo. --No te preocupes, Esteban. Bastará que ven- gas un par de domingos para que te pongas a nues- tra altura. Seguro que acabas siendo el mejor de to- dos --me susurró. Las páginas del libro eran muy finas y tenían los bordes dorados. Una cinta roja in- dicaba los salmos del día. 28 Cuando el canónigo me pidió que me sentara a su lado, la mirada de mis compañeros se volvió aún más fija. Yo vacilé un poco. Comprendía que aquello era un privilegio, pero temía la proximidad física del canónigo. Aún recordaba el desagradable olor de sus ropas. --No tengas miedo, Esteban. Sube a sentarte aquí --me dijo el canónigo a la vez que empezaba a tocar. Las maderas del suelo del coro vibraban. Me extrañó que el órgano tuviera dos teclados y que para tocarlo fuera necesario mover los pies. A veces, la melodía se volvía caprichosa, con altos y bajos muy acentuados, y el canónigo parecía bailar sentado, balanceándose sobre la banqueta y empu- jándome. Me costaba seguir el hilo de los salmos, no conseguía concentrarme. Para el tercer cántico ya había cerrado el libro, y me limitaba a estar sentado y mirar lo que tenía delante. Allí estaban mis compañeros, abriendo y cerrando la boca; y allí abajo seguían las mujeres arrodilladas; un poco más lejos, la llama de la vela despedía reflejos anaranjados. De pronto, la llama comenzó a elevarse. Al principio me pareció que se movía por sí misma, como si algo la impulsara desde la base. Pero luego, cuando ya volaba por encima de las escaleras del al- tar, vi que no, que la llama no viajaba sola, sino de la mano de una adolescente de pelo rubio. Ella era la que volaba, con suavidad, sin un aleteo. «Viene hacia mí», pensé. La luz de la llama me cegaba. 29 La adolescente voló a través de toda la iglesia hasta situarse delante de mí. Se detuvo entonces so- bre el aire, a unos dos metros del suelo del coro. El órgano había enmudecido. --¿Sabes lo que es el amor, Esteban? --me preguntó con dulzura. Le respondí afirmando con la cabeza, y quise levantarme de la banqueta para poder ver su cara. Pero la luz de la llama me impedía cualquier movi- miento. --¿Puedes quererme? --volvió a preguntar, y por un instante vi sus labios, ligeramente entrea- biertos, y su nariz. --Sí --le respondí. Me parecía la única res- puesta posible. --Pues ven a buscarme, Esteban. Ven a Ham- burgo --dijo ella--. Maria Vockel, Johamesholf, 2, Hamburgo --añadió a continuación. Dicho eso, giró y comenzó a alejarse hacia el altar. Yo grité que sí, que iría a Hamburgo y que la buscaría, pero que no se fuera tan pronto, que se quedara un poco más. --No es nada, Esteban, no es nada. Estate tranquilo --escuché entonces. Estaba caído en el suelo del coro, y el canónigo se inclinaba sobre mí. Andrés me daba aire agitando una partitura. --¡Maria Vockel! --exclamé. --Tranquilo, Esteban. Sólo ha sido un mareo. Había un matiz dulce en la voz del canónigo. Me ayudó a levantarme y pidió a Andrés que me acompañara a dar un paseo. 30 --Será mejor que no vayas al cine, Esteban. Más vale actuar con prudencia --me aconsejó al despedirnos--. ¿No irás, verdad? --insistió. Pero la imagen de la adolescente de pelo rubio ocupaba por completo mi mente, y no me sentía con fuerzas para responder. Fue Andrés el que lo hizo por mí: --No irá, señor, y yo tampoco iré. Me quedaré con él, por si acaso --prometió. El canónigo dijo que de acuerdo y volvió a la ban- queta del órgano. La ceremonia tenía que continuar. Nada más salir fuera me sentí mejor, y mi men- te comenzó a aclararse. Muy pronto, la imagen de la adolescente de pelo rubio fue perdiendo consis- tencia y desapareciendo; tal como desaparecen los sueños, tal como se vuelven inconsistentes las mo- tas de polvo en cuanto el rayo solar deja de ilumi- narlas directamente. Pero allí estaba mi compañero de escuela, Andrés, para impedir que la escena que yo había vivido en el coro se perdiera del todo. A él, que tenía dos o tres años más que yo, le preocupa- ban mucho las cuestiones sentimentales; era impo- sible que olvidara un nombre de mujer. --¿Quién es Maria Vockel? --me preguntó al fin. Fue en ese instante cuando recuperé la ima- gen, en cuanto oí su nombre. Volví a verla volando de una parte a otra de la iglesia, y recordé sus pre- guntas. Pausadamente, se lo conté todo a Andrés. --Es una pena que no le hayas visto la cara --comentó después. Parecía muy interesado en aquel detalle que faltaba en el retrato de la chica. 31 --Sólo la nariz y los labios. Pero creo que es más bonita que todas las chicas de Obaba --se lo decía tal y como lo pensaba, con la vehemencia un poco disparatada de los catorce años. --No creo que sea más bonita que la chica del bar --repuso muy serio. --Perdona, no quería ofenderte --me excusé. Acababa de recordar lo irritable que era An- drés cuando se trataba de la belleza femenina. Des- de su punto de vista --que ya entonces, en plena época adolescente, me parecía un poco estúpido-- ninguna mujer podía compararse con la camarera que él perseguía. Empleaba todas sus horas libres en buscar un dinero que luego, los sábados a la tar- de, le permitiera pasarse las horas bebiendo en una de las esquinas del mostrador del bar. Bebiendo y su- friendo, claro, porque ella hablaba con todos menos con él. Aquella chica, la más bonita del mundo. --¿No me perdonas? --insistí. No quería que se fuera, necesitaba un interlocutor. --Sí --cedió. --¿Damos un paseo? --propuse. No quería ir directamente a casa, necesitaba tiempo para orde- nar las sensaciones que en aquel momento se agol- paban en mi cerebro. --¿En bicicleta? --Prefiero ir andando, la verdad. Tengo mu- chas cosas en que pensar. Tomamos por un sendero que, partiendo de la iglesia, rodeaba el valle donde se juntaban los tres pequeños ríos de Obaba. Era estrecho, y no muy 32 adecuado para dos caminantes como nosotros, obli- gados a tirar de nuestras bicicletas; pero el paisaje que podía verse desde él me atraía mucho. Era ver- de, ondulado, salpicado de casas blancas; la clase de paisaje que todo adolescente intenta describir en sus primeros poemas. --Parece un valle de juguete --dije. --Sí, es verdad --respondió Andrés, no muy convencido. --Se parece a los belenes que vosotros ponéis en Navidad --añadí deteniéndome. Comenzaba a sentirme eufórico. La extraña visión que había teni- do en el coro de la iglesia había emborrachado mi corazón. Por fin había dejado de llover, y los cisnes aprove- chaban la calma para buscar restos de comida en las ori- llas del estanque. El amistoso paseante que les había da- do de comer avanzaba ahora por el camino principal del parque, hacia la ciudad, con su bolsa blanca del pan do- blada bajo el brazo. Atraído por el nuevo aspecto que iba tomando el día, Esteban Werfell dejó su cuaderno y se acercó a la ventana. «¡Qué joven era entonces!», suspiró, recordan- do la conversación que había mantenido con Andrés. Era muy joven, sí, y además vivía atormentado por los comentarios que oía sobre el ingeniero Werfell y so- bre su madre, atormentado y confundido, buscando en los libros ilustrados el afecto y la seguridad que no en- contraba en la escuela o en las calles de Obaba. Su cora- zón era, por lo tanto, un pequeño Cabo Desolación, y un 33 buen terreno para una fantasía como la de Maria Vockel. Quería creer en la realidad de aquella adolescente ru- bia, quería creer en sus palabras. Al fin y al cabo, ella no se había presentado de manera muy diferente a la que acostumbraba alguna de las heroínas de sus novelas. Aun después de tantos años, a Esteban Werfell le parecía exacto considerar a Maria Vockel como su pri- mer amor. Paseando por el sendero que rodeaba el pe- queño valle, se había sentido melancólico, soñador, idéntico a Andrés. Por primera vez en su vida, creía comprender lo que su compañero sufría por la camarera del bar. --Tú al menos la puedes ver. Yo no la veré nunca. El recuerdo de sus palabras le hizo sonreír. Eran ri- dículas, igual que la mayoría de las que había escrito en el diario personal de aquella época. Pero negar el pasado era una tontería. --¿Y por qué no vas a Hamburgo? ¿No es tu padre de allí? --razonó Andrés. A él le preocupaban los deta- lles, pero no la aparición en sí, no su posibilidad. Al con- trario, le parecía algo razonable. Había oído hablar de enamorados que se comunicaban de forma mucho más rara. Convirtiéndose en lechuzas, por ejemplo. Alguna razón habría para que Maria Vockel decidiera hacerlo de aquella manera. Abandonando por un momento sus recuerdos, Es- teban Werfell abrió la ventana y se asomó al parque. El cielo era cada vez más azul, y los visitantes de última ho- ra se entretenían en pasear a sus perros o en echar comi- da a los cisnes. Al otro lado del estanque, una veintena de niños jugaban al fútbol. 34 «De cualquier manera, Andrés no era una excep- ción --pensó, apoyándose en la barandilla y volviendo a sus recuerdos--. La gente de Obaba aceptaba cualquier hecho extraño con una facilidad asombrosa. Mi padre se reía de ellos». Sus mentes son burdas, Esteban, solía repetirle su pa- dre. Y nunca dejaba de ilustrar aquella opinión con una anécdota jocosa. Pero a él no le gustaban aquellas anécdotas, y le pa- recía que su padre era injusto con la gente de Obaba, que hacía mal en despreciarla. «Aun así, yo era un Werfell --continuó, cerrando la ventana y volviendo a la mesa--. Por mucho que quisie- ra creer en aquella aparición, mi mente se negaba a ello. Se trataba de la vida, no de una novela. Aceptar la posi- bilidad de que lo sucedido respondiera a una realidad pa- recía ridículo. No, Maria Vockel no podía ser real, no podía vivir en el número dos de la calle Johamesholf». Esteban Werfell cerró los ojos y vio a aquel otro Esteban de catorce años, camino de casa, dudando, di- ciéndose a sí mismo que su cabeza estaba llena de histo- rias de Hamburgo, llena de nombres de mujer, de can- tantes, de actrices; y que de ese fondo era de donde habían surgido las palabras que había oído en el coro de la iglesia. Antes de seguir escribiendo calculó las páginas del cuaderno que seguían en blanco. Eran bastantes, las sufi- cientes como para que el deseo de resumir la última par- te de la historia se apoderara de él. Si terminaba pronto, aún tendría tiempo de salir al parque y ver algo del par- tido de fútbol que estaban jugando los niños. Pero su 35 deseo sólo duró un instante. Debía contar la historia con todos sus detalles, tal como había decidido antes de vol- ver de su visita a Hamburgo. Mojó la pluma en el tintero. Una última mirada al parque le mostró a un niño que agitaba su paraguas ame- nazando a los cisnes. --¿Cómo llegas tan pronto? --me dijo mi pa- dre nada más entrar yo por la puerta. --No he ido al cine. --¿Y por qué no? --Porque me he desmayado en la iglesia --con- fesé avergonzado. Vi que se asustaba, y me apresuré a explicarle que no había sido nada raro. La oscuridad de la iglesia y el parpadeo de la llama de una vela habían tenido toda la culpa. No debía haberla mirado tan fijamente como lo había hecho. Suspirando, mi padre señaló hacia la biblioteca. --El espíritu está en esos libros, Esteban. No en la oscuridad de la iglesia --dijo. --Quiero consultarte una cosa --titubeé des- pués de un silencio. No podía hablar con él y seguir guardando mi secreto. Necesitaba saber su opinión acerca de lo sucedido con Maria Vockel. --Tú dirás. Se sentó en un sillón, indicándome que yo hiciera lo mismo. Estaba nervioso y me pareció que ya no me veía como un niño, sino como una persona adulta, capaz de tomar sus propias deci- siones. 36 Le expliqué todo lo que había ocurrido desde mi entrada en la iglesia. La conversación que había mantenido durante el desmayo, los deseos que ha- bía sentido entonces, las dudas de después. Él me escuchó con atención, sin interrumpirme. Cuando vio que el relato había terminado, se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación. Se detuvo en la ventana, pensativo. «Ahora se irá a la biblioteca en busca de algún libro que aclare lo que me ha pasado», pensé. Pero no se movió de donde estaba. --¿Puede ocurrir algo así? --pregunté--. ¿Hay alguna posibilidad de que Maria Vockel sea real? --Sólo hay un modo de saberlo, Esteban. Es- cribir a esa dirección --dijo sonriendo. Yo me ale- gré mucho de que se mostrara tan comprensivo--. Te ayudaré a escribir la carta --añadió sin perder su sonrisa--. Todavía domino bien mi idioma. A pesar de su tono amable, aquellas palabras suyas me obligaron a bajar la vista. Mi padre no ha- bía tenido éxito en sus intentos de enseñarme el alemán. Incluso en casa, yo prefería hablar tal co- mo lo hacía con mis amigos, y me enfadaba cuando él se negaba a utilizar la lengua que sabíamos los dos. Pero aquel domingo todo era diferente. Arrepenti- do de mi actitud, me prometí a mí mismo que re- cuperaría el tiempo perdido, que no volvería a ofenderle. Pero mi padre estaba contento, como si los acontecimientos de aquella tarde hubiesen reaviva- do sus buenos recuerdos. Me cogió por la barbilla 37 y me obligó a levantar la cabeza. Luego, desplegan- do un viejo mapa de Hamburgo sobre la mesa, em- pezó a buscar la calle Johamesholf. --Sí, aquí está. En el barrio de St. Georg --di- jo mostrándome aquel punto en el plano--. ¿Escri- bimos la carta ahora mismo? --añadió. --Me gustaría mucho --respondí riendo. Ahora, después de muchos años, sé que aquella carta marcó el final de una época de mi vida. Yo, que nunca había sido como los demás niños de Obaba, iba a convertirme, a partir de ese momento, en un completo extraño, en un digno sucesor del ingeniero Werfell. Dejaría de frecuentar a mis com- pañeros de escuela, y nunca más volvería a la iglesia. Además empezaría a estudiar, a prepararme para mi entrada en la universidad. Al envío de la carta siguió un período lleno de dudas. Un día estaba seguro de que la respuesta no tardaría en llegar, y en cambio el siguiente pensaba que tal posibilidad era ridícula y me enfadaba con- migo mismo por seguir abrigando esperanzas. Aquella incertidumbre acabó un viernes, cuan- do mi padre subió corriendo a la habitación don- de estaba leyendo y me mostró un sobre de color crema. --¡Maria Vockel! --grité levantándome de la silla. --Maria Vockel. Johamesholf, 2. Hamburgo --respondió mi padre leyendo el remite. Un escalofrío recorrió mi espalda. Parecía im- posible que una cosa como aquélla pudiera ocurrir. 38 Pero allí estaba la prueba de que sí. El sobre de co- lor crema era real, lo mismo que las dos cuartillas escritas que lo llenaban. --Pregúntame lo que no entiendas --dijo mi padre antes de salir de la habitación. Yo cogí el dic- cionario que él me había regalado por mi cumplea- ños y empecé a leer la carta. Al otro lado de la ventana, el sol se apagaba sin ha- ber logrado imponerse a las nubes, como un fuego te- nue, y un manto oscuro cubría todo el parque; la hierba, los árboles, el estanque. Sólo los cisnes parecían más lu- minosos que antes, más blancos. Esteban Werfell encendió la lámpara y sacó la carta de Maria Vockel de uno de los cajones de la mesa. Lue- go, escribiendo con mucho cuidado, comenzó a transcri- birla en su cuaderno. Querido Esteban: no debemos asustarnos por lo que no podemos comprender, no al menos cuan- do, como en nuestro caso, lo incomprensible parece tan bonito. Ese domingo del que me hablas yo esta- ba en la cama con un ligero dolor de garganta, muy aburrida, y de pronto me entraron ganas de leer un libro. Pero resultó que una avería eléctrica había dejado toda la casa en penumbra, y que no podía hacerlo sin antes buscar una vela. Así pues, me le- vanté y fui a por ella a la cocina. Lo que nos interesa a los dos ocurrió un poco más tarde, cuando volvía a mi habitación con la ve- la encendida en la mano. Primero escuché el sonido 39 de un órgano, y luego vi a un chico de pelo negro junto a un anciano que tocaba el instrumento reso- plando y moviéndose sobre el teclado. Entonces oí las mismas palabras que oíste tú, y me puse muy contenta, como si aquello hubiera sido un sueño, un sueño muy bonito. ¿Te pasó lo mismo a ti? ¿Te alegraste? Espero que sí. Luego se lo conté a mi madre. Pero ella no quiso hacerme caso, y me envió a la cama diciendo que tenía fiebre. Ahora ya sabemos lo que nos ocurre. A los dos nos ha ocurrido lo mismo, por algo será. Maria Vockel le hablaba luego de la vida que lleva- ba en Hamburgo, muy diferente de la suya en Obaba, mucho más interesante. Aprendía idiomas, patinaba, pa- seaba en barcos de vela. También iba al cine, pero no a ver películas mudas; lo de las películas mudas ya había pasado a la historia. La carta acababa con una petición. Quería tener su fotografía. ¿Sería tan amable de enviársela? Ella le co- rrespondería enviando la suya. «Soy más rubia de lo que imaginas», afirmaba. Esteban Werfell sonrió al leer el comentario, y de- volvió la carta al cajón. Tenía que seguir escribiendo, y lo más rápido posible, además, porque se iba haciendo de noche. El parque se había llenado de sombras, los cisnes dormían ya en su caseta. La carta de Maria Vockel me dio tanto ánimo que, por primera vez en mi vida, comencé a sentirme 40 superior a la gente de Obaba. Me había ocurrido al- go sorprendente, algo que no le ocurría a nadie, y eso me convertía en un auténtico elegido. En adelan- te, sería una persona fuerte, y no me dejaría amila- nar por aquella otra clase de elegidos que me señala- ban con el dedo. Durante algún tiempo seguí saliendo con mis compañeros de la escuela. En parte, necesitaba su compañía, porque mi relación con Maria Vockel era una novedad demasiado grande como para guar- darla en secreto y para mí solo. Y cuando, como adolescentes que éramos, nos reuníamos para inter- cambiar confidencias, yo solía ser el más hablador de todos; ni siquiera Andrés me superaba. Pero a ellos no les gustaba aquella chica de Hamburgo. Decían que tenía que ser fea y con ga- fas, y además muy aburrida; que de lo contrario no hablaría tanto de libros y de lecturas. --¿Y nunca te dice nada del otro asunto? --me preguntaban riéndose y haciendo gestos obscenos. Yo me defendía mostrándoles un retrato en el que una adolescente, rubia, sin gafas, sonreía sin despegar los labios, y les recriminaba su grosería. Pero ellos volvían a reírse, y desconfiaban de la ve- racidad de la fotografía. Muy pronto, nuestra relación comenzó a en- friarse. Me negaba a enseñarles las cartas que regu- larmente me llegaban de Hamburgo, y sólo me juntaba con ellos para ir al cine. Y cuando, siguien- do los pasos de Andrés, dejaron el cine y tomaron la costumbre de frecuentar los bares, la ruptura fue 41 total. Yo prefería quedarme en casa, estudiando ale- mán y leyendo los libros de la biblioteca de mi pa- dre. Quería prepararme, estar a la altura de Maria Vockel. Mi padre no podía disimular la alegría que le producía mi alejamiento de todo lo que tuviera que ver con Obaba. --¿No vas a salir con tus amigos? --me pre- guntaba los domingos por la tarde, con una pizca de aprensión. --No, estoy bien en casa. Mi respuesta, invariable, le hacía feliz. Cuando cumplí diecisiete años, dejé Obaba y me fui a la universidad. Para entonces, el número de cartas cruzadas entre Maria y yo superaba el cen- tenar, y ningún tema faltaba ya en ellas. Todas jun- tas habrían formado un ilustrativo volumen de las inquietudes de la adolescencia. Las cartas también hablaban del futuro de nuestra relación. Yo le pedía que me esperara, que no tardaría en ir a Hamburgo. Bien leída, aquella petición era promesa de matrimonio. Sin embargo, no era ése el futuro que nos re- servaba la vida. Nuestra relación, tan intensa has- ta el día de mi ingreso en la universidad, decayó repentinamente en cuanto yo pisé las aulas. Fue co- mo si alguien hubiera dado una señal y, por decirlo así, toda la música cesara de golpe. Maria Vockel se retrasaba cada vez más en sus respuestas, y el tono que empleaba en ellas ya no era entusiasta; a veces, sólo era cortés. Por mi parte, 42 aquel cambio me desconcertaba, me llenaba de inse- guridad. ¿Cómo debía reaccionar? ¿Pidiéndole ex- plicaciones? ¿Repitiendo mis promesas? Pero, con todo, los días pasaban y yo no me decidía a actuar. Cuando volví a Obaba a pasar mis vacaciones de Navidad, vi un sobre de color crema sobre la mesa de mi habitación. Supe inmediatamente que aquélla era la carta de despedida. --¿Malas noticias? --me preguntó mi padre durante la comida. --Maria me ha dejado --respondí abatido. Con ser previsible, la noticia me había afectado mucho. Mi padre sonrió con humor. --No te preocupes, Esteban --dijo--. Los su- frimientos del amor son como los de las muelas. In- tensos, pero nunca graves. Efectivamente, mi abatimiento duró poco. Estuve enfadado una temporada, hasta el punto de enviar a Maria una respuesta bastante dura, y lue- go, casi sin darme cuenta, se me olvidó todo. Antes de acabar el curso la relación que había tenido con ella se me figuraba muy lejana, y me alegraba de su final. Una vez acabados mis estudios y siendo ya profesor de Geografía, me casé con una compañera de trabajo, y las cartas color crema quedaron ente- rradas y olvidadas. Para entonces, mi padre descan- saba ya en la tierra de Obaba. Esteban Werfell dejó de escribir y comenzó a repa- sar las páginas del cuaderno. He regresado de Hamburgo 43 con el propósito de escribir un memorándum de mi vida, leyó en la primera página. Suspiró aliviado. El memorándum estaba casi ter- minado. Sólo le quedaba contar lo ocurrido en el viaje a Hamburgo. Inclinándose de nuevo sobre la mesa, dudó en es- cribir la palabra epílogo al comienzo de la nueva página. Al final, prefirió trazar una raya y aislar así aquella últi- ma parte de la historia. Había oscurecido por completo. La luz de sodio de las farolas iluminaba ahora el parque. Así terminaría --escribió bajo la raya-- el re- paso que, a partir de una tarde de domingo, he da- do a mi vida, si no fuera por el viaje que acabo de hacer a Hamburgo. Pero lo que encontré allí me obliga a dar un salto en el tiempo y a seguir con la historia. Al salir para Hamburgo mi principal propósito era conocer la ciudad de mi padre, objetivo que las circunstancias políticas, la guerra sobre todo, me ha- bían impedido cumplir durante muchos años. Que- ría visitar los lugares por los que él había andado an- tes de marcharse a Obaba, y rendir así un homenaje a su memoria. Iría a la Buschstrasse, compraría en- tradas para escuchar ópera en el Schauspielhaus, pa- searía por las orillas del lago Binnen. Abrigaba, luego, un propósito menor; «si ten- go tiempo --pensaba--, iré al número dos de la ca- lle Johamesholf. Quizá Maria Vockel siga viviendo allí». 44 Pero cuando, después de diez días de estancia en la ciudad, di por cumplido el primer objetivo, la idea de visitar a mi primer amor --que yo había con- siderado como absolutamente normal-- comenzó a desasosegarme. Me decía a mí mismo que no gana- ría nada con mi curiosidad; que, sucediera lo que sucediera en la visita, el buen recuerdo que tenía de Maria Vockel se desharía. En el fondo, tenía miedo de dar aquel paso. Dudé durante varios días, cada vez más ner- vioso. No salía del hotel, y me pasaba las horas asomado a la ventana y mirando hacia el barrio de St. Georg. Allí estaba la calle cuyo nombre había oído pronunciar en el coro de la iglesia; aquéllas eran las casas que formaban el punto que mi padre había dibujado sobre el mapa de la ciudad. Faltaban sólo unas horas para que yo tomara el tren de vuelta cuando, dejando bruscamente aque- lla ventana, bajé corriendo las escaleras del hotel y llamé a un taxi. «Si no lo haces, te arrepentirás», repetía para mis adentros. El recuerdo de Maria Vockel me invadía, ha- ciéndome sentir en otro tiempo; fuera de aquel en el que realmente me encontraba. En cierto modo, volvía a tener catorce años. El taxi me dejó frente al número dos de la ca- lle Johamesholf. Era una casa antigua, de tres bal- cones. «De aquí me enviaba sus cartas», pensé abar- cándola con la vista. Luego fui hasta la puerta y llamé 45 al timbre. Sentía los latidos de mi corazón en todo el cuerpo. Un anciano de unos ochenta años apareció en el umbral. Estaba muy delgado, y las arrugas le marcaban la cara. --¿Qué desea? --escuché. La pregunta volvió a situarme en el tiempo real, y la sensación de estar haciendo el ridículo se apo- deró de mí. No acertaba a decir nada. --Querría saber si Maria Vockel vive en esta casa --balbucí al fin. --¿Maria Vockel? --se extrañó el anciano--. ¡Werfell! --gritó de pronto, señalándome con el dedo. Luego abrió mucho los ojos, como quien aca- ba de recordar algo insólito, y se puso a reír. Yo es- taba aturdido. --Efectivamente, soy Esteban Werfell --dije. El anciano seguía riendo, y me invitaba a entrar en su casa. --¡Werfell! Mein Kamerad! --repitió él abra- zándome. Luego se presentó, y esta vez fui yo el que abrió mucho los ojos. El anciano era Theodor Steiner, el viejo amigo de mi padre, su camarada del Club Eichendorff. --¡Creí que no vendría nunca! --exclamó cuan- do subíamos por la escalera. Cuando entramos en su biblioteca, el señor Steiner me pidió que me sentara, y comenzó a repa- sar sus estanterías. --¡Aquí está! --dijo enseguida sacando un ejemplar de los Gedichte de Joseph Eichendorff. 46 De entre las páginas del libro sobresalía un so- bre de color crema. --Señor Werfell, la Maria Vockel que usted creyó conocer fue sólo una invención de su padre. Hubo, desde luego, una actriz con ese nombre en la ópera de Hamburgo, pero nunca vivió en esta casa. El señor Steiner me miraba con seriedad. --Déjeme leer la carta de mi padre, por favor --dije. --Léala, sí. Le ha estado esperando treinta años --suspiró él antes de desaparecer por el pasillo. La carta de su padre seguía entre las páginas del li- bro de Eichendorff, y ambos estaban ahora sobre su me- sa. Esteban Werfell abrió el sobre de color crema y co- menzó a transcribir el texto con el que concluiría su duodécimo cuaderno. Querido hijo: perdona que te haya engañado. Estoy ya en la última etapa de mi vida, pero aún ig- noro si lo que concebí aquel domingo fue o no jus- to. Tengo miedo. A veces pienso que no soy más que un anciano loco. Me gustaría llamarte a mi lado y explicarme an- te ti abiertamente, sin recurrir a esta carta, pero no me atrevo. Si algún día vas en busca de Maria Vockel, Theodor te entregará esta carta y sabrás la verdad. De lo contrario, quedará en secreto. Sea como sea, te pido perdón una vez más, mil veces más. En realidad, todo ocurrió por casualidad, sin premeditación alguna por mi parte. Cuando me 47 confiaste lo que habías visto y oído durante el des- mayo, comprendí enseguida que toda la escena es- taba construida con retazos de conversaciones que habías tenido conmigo. El número dos de la calle Johamesholf, por ejemplo, era la dirección del úni- co amigo que seguía escribiéndome y dando noti- cias de mi país; por otra parte, Maria Vockel era el nombre de una cantante de ópera que a mí me gus- taba mucho. Entonces surgió la idea. Pensé de pronto que podía convertirme en Maria Vockel y de ese modo influir en tu vida. Puede que tú ya no te acuerdes, Esteban, pero en aquella época estabas muy alejado de mí y muy cerca, en cambio, de la forma de vida de Obaba. Desde mi punto de vista, y como bien sabes, aquello era lo último, lo peor que podía pasar. No quería que te convirtieras en uno de ellos, y me pa- recía un deber el impedirlo. Escribí a Theodor pidiéndole ayuda, y ambos nos pusimos de acuerdo. El sistema era muy simple. Yo escribía las cartas aquí, en casa, y luego se las en- viaba a mi amigo. Entonces Theodor las hacía co- piar por una adolescente de tu misma edad --se tra- taba de que todo pareciera real--, y las reenviaba a Obaba. El juego duró hasta que te vi a salvo, hasta que te marchaste a la universidad. Una vez conocida la universidad, ya no querrías volver a estas montañas. Menos aún con la educación que yo te había ido dando a través de las cartas. Te había hecho apren- der mi lengua, te había hecho leer... 48 La carta seguía, pero las palabras con que su padre cerraba su explicación eran tan íntimas, tan cariñosas, que su mano se negaba a transcribirlas. Aquí termina este memorándum, escribió. Luego apagó la luz y se quedó a oscuras, plácidamente, feliz. 49